Autor: Mariano Bartolomé

Resumen: En la agenda de la Seguridad Internacional contemporánea ocupa un lugar de relevancia la ciberseguridad, disciplina que se enfoca en las heterogéneas amenazas y riesgos que surgen y se despliegan en el ciberespacio. Con este panorama, el presente trabajo pretende responder dos interrogantes básicos: en primer lugar, si el instrumental teórico de las Relaciones Internacionales es apto para el análisis descriptivo y explicativo de las cuestiones de ciberseguridad; en segundo término, dada la vinculación directa entre Seguridad Internacional y geopolítica, si el empleo de los conceptos y enfoques geopolíticos puede hacerse extensivo al campo de la ciberseguridad.

Para citar como referencia: Bartolomé, Mariano (2023), “Ciberseguridad, Geopolítica y Relaciones Internacionales”, Global Strategy Report, 5/2023.

Introducción

En el panorama de Seguridad Internacional actual, a escala global, cobran especial importancia las cuestiones de ciberseguridad. Teniendo presente la existencia de más de medio centenar de definiciones alternativas (Maurer y Morgus, 2014), puede decirse, en líneas generales, que la ciberseguridad se enfoca en las amenazas y riesgos que surgen y se despliegan en el ciberespacio. A su vez, éste es entendido como “un entorno virtual de información e interacciones entre personas” (Kissinger, 2016), global y dinámico, sustentado en infraestructuras y sistemas de información y telecomunicaciones (Quintana, 2016).

La segunda década del presente siglo ha sido pródiga en la ocurrencia de eventos de ciberseguridad de enorme trascendencia, signados por la heterogeneidad en lo que hace al tipo de protagonistas, de herramientas y técnicas empleadas y de objetivos procurados. Un listado de algunos de esos acontecimientos, que en modo alguno pretende ser exhaustivo, incluye la avería de instalaciones nucleares iraníes con el software Stuxnet; la exfiltración de datos clasificados y su difusión, en el caso Wikileaks; la aparición de Annonymous; el ataque a Sony Pictures, cuya autoría intelectual se atribuye a Corea del Norte; la presunta injerencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses que ganó Donald Trump; la difusión a escala global de los softwares maliciosos NotPetya y Wannacry; el escándalo del empleo inconsulto de datos personales colectados por redes sociales, por parte de la empresa Cambridge Analytica; y la corrupción del software de la empresa Solar Winds, empleado por el gobierno de Estados Unidos y grandes empresas de todo el orbe (Bartolomé, 2022).

Por aquellas épocas, numerosas obras redactadas por renombrados autores se transformaron en éxitos de ventas, pregonando precisamente que el ciberespacio será al mismo tiempo fuente y escenario de los más letales conflictos venideros. O, dicho de otro modo, que en esas contiendas se emplearán bits y bites, en vez balas y bombas (Clarke, 2011). En esta línea, Sanger (2018) postuló que las armas cibernéticas tienen el potencial de ser tanto o más peligrosas que una bomba atómica, con otras ventajas adicionales: son relativamente baratas, de fácil adquisición, difíciles de defender para el enemigo y diseñadas para proteger las identidades de sus usuarios, complicando las represalias. A partir de estas y otras cualidades, postulaba ese ganador del prestigioso Premio Pullitzer, los ataques cibernéticos ya habían desplazado al terrorismo y los ataques nucleares como la mayor amenaza a la seguridad global.

Contra lo que pueda suponerse, visiones como la de Sanger gozan de enorme respaldo en las esferas política y económica, tanto en el ámbito público como en el privado. Ya hacia fines del pasado decenio, dentro del índice de riesgos globales del Foro Económico Mundial, los ciberataques ocuparon el quinto lugar en cuanto a probabilidad de ocurrencia y el séptimo en términos de impacto (World Economic Forum, 2019). En el siguiente cónclave anual de ese foro Antonio Gutiérrez, Secretario General de las Naciones Unidas, calificó al “lado oscuro” del mundo digital como una de las cuatro grandes amenazas que ponen en peligro el progreso del siglo XXI. El funcionario agregó que la tecnología cibernética hoy se utiliza para cometer delitos, atizar el odio, divulgar información falsa y explotar a las personas (World Economic Forum, 2020)[1]. Simultáneamente a esas apreciaciones, la principal aseguradora privada a nivel mundial colocó a los incidentes cibernéticos en el segundo lugar de su tabla de riesgos de 2019, y en el primer puesto al año siguiente (AGCS, 2020).

La inesperada irrupción del Covid-19, calificada como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el primer trimestre del año 2020, así como la invasión militar rusa a Ucrania dos años más tarde, distrajeron transitoriamente la atención sobre los riesgos y amenazas cibernéticos, en todo el planeta. Sin embargo, nunca dejaron de ocupar puestos preponderantes, como se desprende de los reportes tanto de la referida empresa aseguradora, como de la consultora que trabaja con el mencionado Foro Económico Mundial[2]. Las dos tablas siguientes indican que, durante el último lustro, las cuestiones de ciberseguridad figuraron en todo momento entre los tres principales riesgos globales.

El panorama hasta aquí descripto permite confirmar la posición relevante que ocupa la ciberseguridad dentro del agenda de la Seguridad Internacional contemporánea. Esta certeza nos permite formular dos interrogantes, cuyas respuestas constituyen el objetivo de este breve trabajo. Por un lado, siendo que la Seguridad Internacional se inserta en el campo de las Relaciones Internacionales, nos preguntamos si el instrumental teórico de esta disciplina puede ser empleado para el análisis de las cuestiones de ciberseguridad. Por otra parte, interesa saber si el empleo de los conceptos y enfoques geopolíticos puede hacerse extensivo al campo de la ciberseguridad, dada la vinculación directa entre geopolítica y Seguridad Internacional.

Ciberseguridad y Geopolítica

Existen numerosas definiciones y conceptualizaciones sobre la geopolítica. A los efectos de este breve trabajo, la entenderemos como una disciplina cuya versión tradicional, asociada a matrices westfalianas, enfoca en los modos en que el poder estatal y las Relaciones Internacionales se definen en función de los factores geográficos (Marshall, 2017). Como ya se ha anticipado, la vinculación entre geopolítica y Seguridad Internacional es directa, desde el momento en que esta disciplina permite a los decisores “espacializar las amenazas” que enfrenta el Estado (Cabrera Toledo, 2017).

En el contexto hasta aquí descripto, ¿ciberseguridad y geopolítica son conceptos compatibles y combinables, o la naturaleza predominantemente virtual del ciberespacio invalida su articulación con el segundo, dada su impronta geográfica?

Un escollo para responder a este interrogante es que, con cierta frecuencia, el adjetivo “geopolítico/a” ha sido aplicado a diferentes cuestiones sin mucho rigor semántico, o con significados alternativos al que sugiere esa disciplina. Como ejemplo, se ha empleado ese concepto como una suerte de sinónimo de “situación internacional”. Así, se ha sugerido que la irrupción de la Inteligencia Artificial (IA) ha generado nuevas geopolíticas de inequidad, vulnerabilidad y potencial sufrimiento humano; además, ha producido una nueva geopolítica de riesgos híbridos emergentes (Pauwels, 2019).

También se ha empleado el adjetivo “geopolítico/a”, en el dominio cibernético, en relación con políticas y factores de poder. En este sentido, se ha dicho que el ciberespacio goza de importancia geopolítica debido a la competencia interestatal por dominarlo, que se puede registrar (Arreola García, 2021). Por otro lado, tomando el caso de la mencionada IA, Aznar (2019) recuerda que ella, como toda tecnología de punta, afecta cuestiones que a su vez tienen interés geopolítico: la industria, la agricultura, el transporte, etc. Accesoriamente, su transferencia expresa la coincidencia de intereses vitales, la ausencia (o control) de conflictos y la existencia de confianza. De ahí que la tecnología (en este caso la IA) se transforma en una fuente de poder, produciendo una lectura de sus efectos en clave geopolítica. 

Entonces, es necesario volver al empleo de marcos teóricos claros, y actualizados, para verificar la compatibilidad entre la ciberseguridad y la geopolítica. Ha habido intentos por aplicar al análisis del ciberespacio criterios geopolíticos clásicos, haciendo énfasis en aquellos elementos de ese dominio que, lejos de ser virtuales, se despliegan en el plano físico. En especial, los centros de intercambio de tráfico (IXPs)[3], entendiendo que su control garantiza el dominio de los flujos de información. A tal punto esto, que se ha llegado a alegar que quien gobierne los flujos comunicacionales gobernará el ¨Heartland cibernético¨, y quien lo haga controlará el mundo (Prado, 2018). Sin embargo, adaptaciones de este tipo (en este caso, de los planteos de Mackinder) son voluntariosas, aunque no parecen gozar del necesario rigor analítico.

Idéntica situación de bajo rigor analítico sucede con la “cibersoberanía”. Este concepto resulta de la aplicación al dominio virtual de una idea de contenido territorial (soberanía), central para la cartografía westfaliana, tan cara a las apreciaciones geopolíticas clásicas. Empero, no es ese el sentido de su empleo habitual, sino el de la práctica imperante en diferentes partes del mundo, de extender los enfoques de ciberseguridad a los contenidos de la información que circula en el ciberespacio. Esas prácticas son justificadas por sus protagonistas como un requisito para el desarrollo y empleo “responsable” de Internet, a la vez que una efectiva vía para reducir los riesgos cibernéticos (Sherman, 2019). Por el contrario, sus detractores subrayan que en esos países, de corte autoritario y con notorias falencias en materia de Estado de Derecho, la información puede ser considerada una amenaza en sí misma. En definitiva, apelando a la conceptualización de Freedom House, podemos entender a la cibersoberanía como una acción a través de la cual “cada gobierno impone sus propias regulaciones de Internet, en una forma que restringe el flujo de información a través de las fronteras nacionales” (Bartolomé, 2021, p.177).

En este punto, resulta fundamental la perspectiva que aportan las lecturas geopolíticas tipificadas como “críticas”, que se apartan de los enfoques tradicionales ya mencionados en pasajes anteriores, caracterizados por matrices estatales y políticas de poder. Esto ha permitido un abordaje geopolítico de cuestiones de seguridad contemporáneas protagonizadas por actores no estatales con dinámicas transnacionales, que disputan el control de un espacio dado. Evidencia de eso son las habituales menciones a una geopolítica de las drogas, o del terrorismo jihadista.

En efecto, la geopolítica crítica trata de trascender el estadocentrismo y considera que un análisis geopolítico neutral y objetivo es muy difícil de lograr, pues los individuos tienen diferentes lecturas influidas por discursos, narrativas, metáforas e imágenes (Valdivia Santa María, 2017). En este punto, reconoce similitudes y puntos de contacto con los enfoques teóricos constructivistas de las Relaciones Internacionales. John Agnew, uno de los referentes de esta corriente, lo expresa en su definición: “La geopolítica crítica es el estudio de la deconstrucción de la forma de ver el mundo, que va a definir el escenario de la política internacional” (Mendoza Pino, 2017, p.55).

La geopolítica crítica puede ser de tres clases, según cuál sea el eje sobre el cual concentra su atención. La “geopolítica popular” se relaciona con los medios de comunicación, el cine y las caricaturas, entre otras expresiones de la cultura ciudadana; desde esta perspectiva, las interpretaciones geopolíticas no son patrimonio de líderes políticos ni especialistas, sino que se encuentran en la sociedad. La “geopolítica práctica” es ejercida por el Estado y suele expresarse en políticas públicas, en especial la política exterior. Finalmente, la “geopolítica formal” se desarrolla en el ámbito académico. En conjunto, estos abordajes proponen la deconstrucción de los discursos geopolíticos contemporáneos, como así también el debate en torno al significado del concepto “espacio” (Valdivia Santa María, 2017).

Desde la perspectiva geopolítica crítica, son perfectamente abordables las cuestiones de ciberseguridad, porque el ciberespacio -que le proporciona contexto- puede ser interpretado como una nueva forma de territorialidad. En este sentido, apuntó Graham que “la metáfora del ciberespacio siempre es entendida con una lectura geográfica. Y en ese sentido reproduce la manera de pensar de quien emplea la metáfora” (2013, p.26). Las palabras de Aiken (2019, p.3), en tanto, se inscriben en una perspectiva popular de la geopolítica crítica, al describir una percepción cotidiana del ciudadano común: Internet es un lugar real. Cada vez que prendemos nuestras computadoras, usamos un programa o una aplicación, o nos conectamos en una red social, ingresamos a un espacio virtual hecho de mundos, dominios, foros y salas.

Abundando en esta lectura, la autora señala que, cuando se accede a Internet desde el mundo físico, se “viaja” a un lugar diferente. Real, pero diferente al mundo físico en términos de concientización, emociones, respuestas y conductas. En ese lugar inmaterial, los individuos interactúan en forma distinta a como lo hacen en persona (Ibid.). Cabe agregar aquí que toda interacción entre individuos constituye una relación social y, desde el momento en que las relaciones sociales ocurren en “lugares”, el ciberespacio podría ser considerado uno de ellos (Corneglian, 2016).

Más aún, la geopolítica crítica podría reparar cierta falta de atención a las cuestiones cibernéticas desde una perspectiva geográfica, que impidió que en los últimos tiempos recibieran la “espacialidad” que demandaban. Y esa atención es imprescindible, si se tiene en cuenta un hecho evidente e inocultable: la creciente colisión entre un espacio cartesiano, plasmado en el mundo westfaliano, y el ciberespacio, donde se relativiza el factor “distancia” (Warf & Fekete, 2015).

Abundan los trabajos sobre ciberseguridad donde se incluyen referencias al espacio propias de una perspectiva formal, académica, de la geopolítica crítica. Por ejemplo, preocupaciones respecto a la “fragmentación geográfica” o la “balcanización” de Internet (Dutton, 2016). O tipificaciones del ciberespacio como el “Salvaje Oeste”, un territorio sin ley donde convergen las acciones de gobiernos y actores no estatales (Arreola García, 2021). E incluso alegatos para que redes sociales como Facebook o Instagram no sean tratadas como meras empresas, sino como actores geopolíticos que pueden verse involucrados en acciones de debilitamiento o desestabilización de las democracias de Occidente. Ese involucramiento podría ocurrir si las redes en cuestión permiten que su “territorio” sea empleado por otro actor con finalidades ofensivas (Riordan, 2019).

Ciberseguridad, desde las Relaciones Internacionales

Al mismo tiempo que las cuestiones de ciberseguridad son compatibles con enfoques geopolíticos de corte crítico, también son susceptibles de ser analizadas e interpretadas desde las teorías de las Relaciones Internacionales, a partir de su inserción en el recorte disciplinar denominado Seguridad Internacional. Tomando en cuenta las dos principales escuelas teóricas, el realismo y el liberalismo, la primera subraya la naturaleza anárquica del ciberespacio, sosteniendo que esa cualidad lo transforma, inevitablemente, en un nuevo campo de batalla (Petallides, 2012). Además, esa anarquía facilita que se extiendan a este plano rivalidades geopolíticas propias del mundo físico; en esta línea argumental, la conflictividad del ciberespacio sería más un síntoma que un fenómeno en sí (Alperovich, 2022).

A su turno, el carácter anárquico del ciberespacio obedece en buena medida a la ausencia de una Convención sobre Ciberseguridad completa y efectiva, que logre (i) elaborar un amplio marco jurídico para abordar esta cuestión; (ii) aplicar ese marco a escala global, logrando su observancia y cumplimiento por parte de todos sus actores; e (iii) imponer sanciones a quienes no lo cumplan.

Los realistas también sostienen que el Estado es el actor verdaderamente relevante en el ciberespacio, y que el poder es un elemento clave en ese dominio. Este planteo remite a la idea de “ciberpoder”, entendido como “la habilidad de obtener resultados deseados a través del uso de recursos de información interconectada, del dominio cibernético”. Tal cual se registra en el ambiente físico, esta capacidad también involucra formatos de poder blando y poder duro, combinables entre sí (Nye, 2010). El empleo de este ciberpoder sería más efectivo en modo ofensivo que defensivo, debido a la difícil atribución de los ataques, su bajo costo y su alta capacidad de daño (Craig & Valeriano, 2018). El siguiente párrafo es elocuente ejemplo de este punto de vista:

Los Estados se consideran unidades comparables y es el equilibrio de poder lo que los obliga a actuar de manera específica (en el ciberespacio). La capacidad ciberofensiva de un Estado es un instrumento abstracto de poder que puede utilizarse con diversos fines, tanto en tiempos de paz como durante conflictos (Fonfría y Duch-Brown, 2020).

Finalmente, y a tono con lo anterior, el realismo explica la aparición de carreras armamentistas en el plano cibernético, por parte de los Estados con el poder necesario, como una respuesta a la anarquía existente (Craig & Valeriano, 2018). Implícitamente, esa apreciación realista presupone la existencia de armas cibernéticas, o ciberarmas. Éstas pueden ser entendidas como “códigos de computadora que son usados, o diseñados para ser usados, con el objeto de amenazar o causar daño físico, funcional o mental a estructuras, sistemas o seres vivos” (Rid, 2013, p.36).

La idea de ciberarmas y carreras armamentistas en el plano cibernético retroalimenta la lógica realista. Por un lado, refuerza el reconocimiento del Estado como actor predominante de esta arena, pues únicamente un puñado de ellos cuentan con los recursos (económicos, tecnológicos, humanos) necesarios para desarrollar ciberarmas con alto grado de sofisticación. Por otro, como indican Valeriano y Maness (2017), esta idea pone sobre la mesa la posibilidad de un balance de poder entre las principales potencias del ciberespacio. Estas potencias se restringirán y respetarán en el dominio cibernético, como efecto colateral del aumento cuantitativo y una mayor letalidad de ese armamento.

Las perspectivas liberales, a su turno, critican del realismo su excesivo estadocentrismo a la hora de estudiar el ciberespacio, alegando que soslaya la creciente relevancia de actores no estatales. Tampoco comparten la rígida valoración realista de la soberanía, subrayando que está permeada y fragmentada por dinámicas transnacionales (Eriksson & Giacomello, 2006). Al mismo tiempo, valoran la cooperación para mitigar la peligrosidad de las amenazas en el dominio digital, incluyendo la colaboración entre las esferas pública y privada, civil y militar.

Los enfoques liberales también tienen en cuenta a las instituciones multilaterales, a las que atribuyen una importante capacidad de satisfacer la fuerte demanda existente de normas de conducta compartidas (Petallides, 2012; Valeriano & Maness, 2017). En este punto, resulta conveniente introducir el concepto de “ciber-normas”, que desde el Carnegie Endowment han sido definidas como “expectativas de conducta apropiada en el ciberespacio, que pretenden regular el desenvolvimiento de los actores y limitar los daños generados por actividades maliciosas” (Hoffman, Hollis & Ruhl, 2020; Ruhl et.al., 2020).

El liberalismo entiende que, aun cuando la carencia de una Convención sobre Ciberseguridad claramente limita las posibilidades de cooperación en este campo, en esta esfera se han registrado numerosas iniciativas de valor. Defensores de estos procesos normativos reconocen que demandan cierto tiempo de aplicación, hasta ofrecer resultados concretos, y suelen progresar a diferentes velocidades, según cuál sea el área temática (Nye, 2018). Este mismo autor, desarrollando su perspectiva (2022), sostiene que esos resultados concretos pueden alcanzar un importante grado de efectividad, pues existen incentivos para que las partes cumplan las normas alcanzadas: una más efectiva coordinación interestatal de esfuerzos; la disminución de los riesgos de malentendidos, que puedan derivar en crisis; una mejoría en la imagen externa del país; y mayores respaldos al gobierno en el ámbito doméstico.

En el marco de Naciones Unidas se destacan por su importancia dos grupos, enmarcados en la Oficina de Asuntos de Desarme: el Grupo de Expertos Gubernamentales (GGE), integrado por técnicos de veinticinco naciones partes, y relacionado con instituciones regionales[4]; y el Grupo de Trabajo de Final Abierto, disponible para todos los miembros del organismo y también para ONGs y entidades de la sociedad civil. El GGE, creado en 2004, enfocó sus labores en la identificación de amenazas actuales y emergentes en el ciberespacio; la elaboración de normas, reglas y principios de comportamiento responsable; la aplicación del Derecho Internacional; el desarrollo de medidas de confianza; y la cooperación contra amenazas. El segundo grupo, constituido más de tres lustros después, abordó similares cuestiones, desde una perspectiva más amplia. Ambos colectivos culminaron sus tareas en el año 2021, emitiendo sendos reportes (United Nations, 2021a; 2021b), aunque el Grupo de Trabajo de Final Abierto reprogramó sus actividades hasta el 2025.

La elaboración de ciber-normas ha sido una línea de trabajo priorizada por actores de muy variadas fisonomías, que han articulado esfuerzos en un intento por configurar mecanismos de gobernanza, aplicables a aspectos específicos de la ciberseguridad. A nivel global, entendemos a la gobernanza como la manera en que, en ausencia de una autoridad central, asuntos cuyos efectos alcanzan todo el planeta son manejados por un conjunto de actores de diferente tipo. Entre ellos, Estados, organismos multilaterales, ONG, entidades de la sociedad civil e incluso empresas privadas (Badai i Dalmases, 2015). Este tipo de mecanismos puede ser útil, en los niveles global o regional, para gerenciar amenazas y riesgos que surgen y se despliegan en el espacio geopolítico del ciberespacio, con cierto grado de eficiencia e incluso en forma preventiva.

De hecho, la aplicabilidad del concepto gobernanza al ciberespacio, específicamente en referencia a Internet, fue confirmada en el año 2005, en el marco de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información. En esos momentos, se indicó que una adecuada gobernanza de esa red involucraba la aplicación por los gobiernos, el sector privado y la sociedad civil, en sus respectivos roles, de principios, normas, reglas, procesos de toma de decisiones y programas compartidos (WSIS, 2005, para.33). En los años siguientes, la perspectiva acerca de la heterogeneidad de los actores involucrados en estos esquemas se complejizó, hasta alcanzar un modelo de “múltiples partes involucradas” (multistakeholder) con seis componentes: Estados, el sector privado, la sociedad civil, organismos internacionales, comunidades técnicas y el mundo académico (Dutton, 2016). 

Como hemos planteado en trabajos previos (Anguita y Bartolomé, 2021), existen numerosos casos exitosos de gobernanza en materia de ciberserguridad, tanto de alcance global como en regiones geográficas específicas, cumpliendo todos ellos con el postulado multistakeholder ya planteado. Uno de ellos es el que refiere a la guía para el desarrollo de estrategias nacionales de ciberseguridad, un tema en el cual desempeña un papel central la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT). Estas estrategias son de vital importancia, en el diseño y aplicación de diferentes medidas para mejorar los niveles de ciberseguridad en los países. Además, para cada caso se identifican los actores involucrados en su ejecución, sus funciones y responsabilidades. En la guía de la Unión participan organismos multilaterales de diferente alcance geográfico, agencias intergubernamentales, entidades académicas, empresas del sector informático y consultoras de riesgo (ITU, 2021)[5].

Un segundo caso de gobernanza de la ciberseguridad que merece ser citado, refiere a la Comisión Global sobre la Estabilidad en el Ciberespacio, una entidad donde coinciden esfuerzos estatales, de empresas informáticas, proveedores de dominios en Internet y la sociedad civil[6]. Como resultado de sus labores, en su último reporte (GCSC, 2019) la Comisión ha propuesto un marco de estabilidad para ese dominio, sustentado en siete pilares: involucramiento de múltiples partes; adhesión al Derecho Internacional; adopción de estándares técnicos; principios compartidos; generación de capacidades; construcción de confianza, y cumplimiento voluntario de normas.

En síntesis:

Como efecto colateral directo del empleo intensivo del ciberespacio por parte de las sociedades contemporáneas, la ciberseguridad se ha consolidado como una cuestión relevante dentro del actual panorama de la Seguridad Internacional, a escala global. La segunda década del presente siglo ha sido pródiga en ataques e incidentes cibernéticos que alcanzaron una gran resonancia, a partir de sus resonantes efectos políticos, económicos o sociales. Considerados en conjunto, esos acontecimientos confirmaron la extraordinaria heterogeneidad de actores, técnicas y blancos existentes en esta materia. El resultado más nítido de este estado de cosas ha sido el sostenido posicionamiento de las agresiones cibernéticas en el tope de los índices globales de evaluación de riesgo, durante el último lustro.

Desde un punto de vista analítico, el instrumental teórico y conceptual de la geopolítica y las Relaciones Internacionales son útiles a la hora de realizar análisis descriptivos y explicativos de la ciberseguridad. En lo referente al primero de esos conceptos, teniendo presente -para no incurrir en el mismo error- el escaso rigor semántico conque suelen ser adjetivadas como “geopolíticos/as” numerosos temas y cuestiones, consideramos que son especialmente aptos en esta materia los enfoques de la geopolítica crítica. Apartados de las perspectivas tradicionales, estos enfoques le otorgan una nueva “territorialidad” al ciberespacio, que nos ayudan a comprenderlo.

Al mismo tiempo, las corrientes teóricas realista y liberal de las Relaciones Internacionales ayudan a interpretar la naturaleza y dinámica de las relaciones que se desarrollan en ese espacio virtual. Mientras el realismo subraya su carácter anárquico, la preponderancia de actores estatales y la vigencia de políticas de poder, las lecturas liberales subrayan la existencia de actores no estatales de diferente tipo y sostienen que la anarquía se erosiona a partir de la proliferación de ciber-normas, entendimientos multilaterales y mecanismos de gobernanza.   

De esta manera, los interrogantes planteados al inicio de este breve trabajo han sido respondidos en forma afirmativa. Accesoriamente, queda comprobada la conveniencia de abordar las cuestiones de ciberseguridad desde una perspectiva multidisciplinaria, empleando conceptos, técnicas y herramientas propios de otros campos de conocimiento.

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[1] Las otras tres amenazas identificadas en esos momentos por el Secretario General de la ONU fueron (1) la alta tensión geoestratégica, que en algunos casos incluye la amenaza de uso de armas nucleares; (2) la crisis climática, en especial el “efecto invernadero”; y (3) la creciente desconfianza global, sobre todo en las instituciones políticas.

[2] Como aclaración metodológica, mientras Allianz suele emitir sus informes a inicios de año y nominalmente trabaja sobre percepción de riesgos “actuales”, AXA publica sus reportes hacia fines de año y se enfoca en la percepción de riesgos “futuros”.

[3] Los IXPs son puntos de interconexión física de carácter neutral, en los que distintos actores del ciberespacio pueden establecer interconexiones para el intercambio de tráfico de Internet.

[4] Concretamente, la Unión Africana (UA), la Unión Europea (UE), la Organización de Estados Americanos (OEA), la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN).

[5] Participan de la Guía organismos multilaterales de alcance global (Banco Mundial) y regional (OTAN); agencias intergubernamentales (The Commonwealth Cybercrime Initiative); entidades académicas (Universidad de Oxford, Potomac Institute, Geneva Centre for Security Policy), empresas del sector informático (Microsoft) y del sector consultoría (Deloitte).

[6] Integran la Comisión entidades académicas (The Hage Centre for Strategic Studies, East-West Institute), empresas del sector cibernético (Microsoft), organizaciones de la sociedad civil (Internet Society) y agencias gubernamentales de Francia, Singapur y Holanda.


Editado por: Global Strategy. Lugar de edición: Granada (España). ISSN 2695-8937

Fuente: Global Strategy Report 5/2023