Autor: Ángel Gómez de Ágreda (*) – Gentileza Revista Aeronáutica y Astronáutica del Ejército del Aire – España
A pesar de que las aplicaciones y sistemas de combate sean mucho más llamativas y espectaculares, siempre he apostado por que el mayor impacto de la inteligencia artificial en el sector de la Defensa será en el área de la logística. Y, por supuesto, que de poco sirve incorporar las últimas tecnologías si estas no vienen acompañadas de cambios organizativos –e, incluso, culturales–en las empresas y administraciones.
Quizás la mayor transformación que se precise esté en la agilidad de los procesos. Estamos muy atentos a la capacidad de adaptación de nuestras unidades en el terreno, pero no somos lo suficientemente conscientes de aplicar esos mismos criterios en nuestros procesos de generación de fuerza.

No se trata necesariamente de transformaciones tecnológicas, sino de cambios procedimentales y legislativos que aceleren el tempo logístico tanto como se ha acelerado el operativo. Tampoco de eliminar controles, ni de calidad ni de transparencia en la gestión, pero sí de encontrar el modo de que su ejercicio no suponga demoras o cuellos de botella (telepeajes sin barrera). La sensación generalizada es de urgencia en transitar hacia unos procedimientos más adaptados a las necesidades de una situación bélica en que la gestión de los riesgos se ve muy condicionada por las urgencias operacionales.
Esto es tanto más cierto cuando la inversión en I+D pública ha perdido hace tiempo su primacía con respecto a la privada, y cuando la correspondiente al sector de la defensa también ha perdido relevancia en el contexto de la pública. En Estados Unidos, la inversión institucional ha caído de un 70% a un 30% del total desde los años sesenta (cuando, además, suponía el 69% del total mundial). En aquel momento, la contribución de Defensa era de un 36% de las inversiones mundiales, más que el total público actual. De aquellos esfuerzos surgen buena parte de las tecnologías que, en la actualidad, constituyen la espina dorsal de las aplicaciones militares y civiles.
En este sentido, es más que recomendable una visita a la Academia de Artillería de Segovia y a sus dos museos. Entre sus muros, colgando de sus paredes o adornando los atrios se muestra una historia gloriosa de contribuciones de científicos militares españoles. Una historia que, desgraciadamente, no recibe ni la conveniente atención ni la necesaria continuidad en nuestros días.
Todo ello, por cierto, tiene que llevarse a cabo sin exceder los valores y principios que se pretenden defender desde esas mismas instituciones.
A nadie se le escapa que la tecnología también puede contribuir a esta adaptación. El método del «ensayo-error», basado en la iteración de proyectos sobre un modelo físico, resulta obsoleto en los tiempos de los gemelos digitales y de la simulación de escenarios. Los diseños tienen que resultar exitosos en un primer intento. Es más, tienen que prever escenarios futuros de uso y la
capacidad de los productos a adaptarse a los mismos.
La modularidad deja de estar basada en estándares compartidos en aplicaciones aisladas para –como apunta el diseño de Istari, la empresa fundada por el anterior subsecretario de la Fuerza Aérea estadounidense, Will Roper– permitir que todos los subsistemas y componentes nazcan de un mismo programa que pueda probar su integración antes de que llegue a producirse la primera pieza
física.
Si alguna lección puede percibirse a través del humo y la niebla de la guerra en Ucrania es que la logística y su capacidad para adaptarse es el factor limitante principal en las operaciones de alta intensidad del siglo XXI. Los grandes y pesados sistemas
de combate son difíciles de mantener y de reemplazar. Los sistemas legacy constituyen, como mucho, una distracción para los modernos vectores que golpean más fuerte, más lejos y más rápido.
Por supuesto, también se puede aplicar la inteligencia artificial a los aspectos operativos y estratégicos. Alpha War, una aplicación desarrollada por la Academia china de Ciencias, se ha diseñado específicamente para ganar en juegos de guerra (igual que AlphaGo se pensó para jugar al juego del Go). La máquina es capaz de integrar innumerables datos y circunstancias para elaborar sus decisiones. Es como si, parafraseando a Clemanceau, la guerra fuera demasiado importante como para dejarla en manos de los generales.

Parece que estuviésemos recreando las circunstancias de la película Juegos de guerra (1983, protagonizada por un Matthew Broderick veinteañero un par de años antes de otra joya cinematográfica, Lady Halcón). Estados Unidos y Japón han llevado a cabo varias simulaciones sobre el resultado de un hipotético ataque chino sobre Taiwán que, sin llegar a las mismas conclusiones
que en la película («curioso juego, la única forma de ganar es no jugando») arroja suficientes pérdidas para todas las partes como para actuar, incluso, como una herramienta disuasoria.
Para los curiosos por conocer un resumen del resultado de la simulación y algunos comentarios están
en https://asia.nikkei.com/Politics/International-relations/Taiwan-tensions/Japan-could-lose-144-fighter-jets-in-Taiwan-crisis-simulation.
Por cierto, que nadie ha dicho –al menos con sentido– que una decisión más informada tenga que ser, necesariamente, más ética. La guerra siempre ha sido una forma extrema de actividad política, y la política es una actividad que llevan a cabo los humanos (zoon politikon, nos llamaba Aristóteles). Que las máquinas decidan la forma más eficiente de matar sin que tras cada una de sus decisiones haya una supervisión humana informada y consciente no afecta sólo al resultado de las hostilidades, también afecta a la propia dignidad de la Humanidad en su conjunto.
(*) Ángel Gómez de Ágreda Coronel del Ejército del Aire y del Espacio
Doctor en Ingeniería de Organización (UPM)
angel@angelgomezdeagreda.es